sábado, 19 de enero de 2013
La cacería
Mi hermana y yo cenábamos en una mesa blanca en medio de la noche, en un jardín con césped. Nos iluminaban farolas encaramadas sobre los muros de piedra de la finca, como pequeños ojos amarillos sin cuerpo. Las dos éramos a veces niñas y a veces de nuestra edad actual, y sin que tal truco nos turbase, comíamos con avidez la carne que rebosaba en nuestros platos. Su jugo era sabroso y cálido, pero cuando nos dimos cuenta comprendimos que aquel manjar era carne de gato.
Sobre la mesa descubrimos de pronto la piel de los animales, seca y crujiente al tacto. Mi hermana no me creyó cuando le advertí con horror la naturaleza del plato. La piel de su gato brillaba bajo la luz de las farolas. Tenía una hebilla de cinturón dorada atravesando su frente, simbolizando que esa piel se usaría para hacer ropa, sabedora de su destino antes del desenlace.
Me levanté de la mesa y corrí por el jardín retorciéndome de angustia contenida. Al otro lado de una valla descubrí a mi madre en la parte trasera de una casa. Un campo pequeño y cuadrado de césped alto despedía un verde intenso bajo tres focos. Mi madre cazaba gatos salvajes con un largo palo, les golpeaba la cabeza y caían como pequeñas hojas a sus pies. El sabor de la pesadilla se abría camino en mi garganta, recordándome la sensación de otras jornadas de trance. Traté de detenerla pero se negaba, clavando su mirada en los movimientos veloces que trazaban los felinos pasando como estrellas fugaces a través de la espesura. "Es para alimentaros, para alimentaros, hija mía", me decía mi madre una y otra vez con ojos aguados y obsesivos.
Con locura rábica surqué el campo y alcancé a coger un gatito. Lo alcé ante mi madre y le dije: "Son gatos y ni tú has sabido reconocerlos." Ella quedó congelada, con el palo abatido sobre el suelo y el pequeño felino que había cazado, lánguido, caído en su mano izquierda.
La noche continuó silenciosa a nuestro alrededor, y los gatos quedaron allí, danzando como mariposas erráticas entre la hierba alta.
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