domingo, 11 de septiembre de 2011

Tamis y la ciudad


La noche era óleo espeso de premeditado dibujo. Mientras las luces de las farolas terminaban de desperezarse, ella caminó sobre un asfalto aguado por una tormenta caída hacía unas horas. La ciudad era como una dama engalanada para un baile, estaba preciosa dentro de su vestido negro y dorado de generosos pliegues. Entre ellos Tamis se perdía, guiada por su tacto de exquisita textura. Cada esquina, un compás nuevo bajo la música de las horas, cada calle, una fiesta de danzantes enmascarados.

Y ella, fruto de cuatro años de vivir en su pétreo vientre. Con pasos blandos atravesaba arterias conocidas, en un viaje de fluído torrente sanguíneo. A veces creía conocer todo su cuerpo, pero en el momento más insospechado la luz podía mostrarle piel nueva. Las dos eran unas viejas conocidas que jamás terminaban de comprender los misterios de sus respectivos espíritus. Como damas en un baile veneciano, como seres en un eterno renacer.

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